La música se fue al carajo. El trago está empezando a hacer algo. Esos manes como… como buscando algo… malo. El baño, sí, eso es, embutirme entre la gente, abrirme paso con violencia como si nada me importara porque es cierto, (a estas horas) nada me importa. Por fin el baño y dos tipos me miran hasta que dejo de mirarlos y tal vez me siguen mirando pero no lo sé. ¿Quién decide ponerle luces rojas a los baños? Este debería ser un espacio de sosiego o incluso de silencio. Pero no. Hay que ponerle luces rojas y muchos espejos a los baños para que la gente no pueda respirar, ni por la boca, ni la nariz, ni los oídos ni los ojos ni la piel. Luz roja para que nadie pueda respirar en ningún lado ni cagar en paz. No tengo siquiera que orinar. No tengo nada que hacer. Puro capricho de niño drogado y borracho. Dieciocho años que se sienten muy largos (y lo que falta). Me lavo las manos y en eso se me van unos minutos: agua caliente luego fría luego caliente luego fría luego caliente luego fría. ¿Qué horas son? Debería pedir un taxi. Ya no quiero estar aquí. Ridículas pintas y pseudo-progresismo, hablando de Marx y de Foucault mientras se toman un gin and tonic minúsculo de cuarenta mil pesos. Solo les preocupa figurar. Este sitio que tiene luces rojas en el baño, es su puta identidad. Un segundo. Stop. Respirar. Un dos tres cuatro exhala... un dos tres cuatro inhala… un dos tres cuatro exhala... un dos tres cuatro inhala… Listo. Salida. Otra vez abrir el mar de gente. ¿Cuánta gente llegó desde que me fui al baño? ¿Qué pasó desde que me fui al baño? Vamos. Permiso, sí, qué pena, permiso, perdón, perdón, permiso, permiso, permiso, mueva su puta espalda sudorosa. Otra vez esos manes, los que buscan algo malo. ¿Qué buscan malparidos? ¿A quién van a joder? Me cogieron mirándolos mucho, muchísimo. Salida, salida, ¡Salida! Escaleras, reggaetón en el piso de abajo, dos parejas besuqueándose, ahí está mi amigo con una vieja que ni idea. Lo saludo. ¿La saludo? Mejor no. Mejor irse, mejor casa, mejor silencio, mejor cama, mejor espacio. Escaleras, baja. Corredor. ¡Abrigo! Mi abrigo: subir escaleras, corredor, escaleras, corredor escaleras, corredor escaleras. Un segundo. Letrero en la pared, milagro de dios: Armario piso 2. Bajar escaleras, piso 2. ¿Armario, armario? ¡Armario! ¡Tiquete! Bolsillo frontal izquierdo, nada, frontal derecho, nada, bolsillo trasero izquierda, nada, derecho nada. Mierda. ¿Mi número cuál era? 54. No. No. Algo con siete o nueve. Bolsillo frontal izquierdo, tiquete. Menos mal. Milagro. Chaqueta puesta, escaleras, escaleras, corredor. ¡Salida! Aire, ciudad, silencio, cigarrillo. Una esquina, unos metros de distancia, espacio. Un tipo tirado en la esquina pegado a una botella de pegante. ¿Cómo llega uno a ser un tipo en una esquina pegado a una botella de pegante? De muchas formas seguramente. Pero, ¿cómo cuáles? (específicamente), ¿cuáles? ¿Cómo se ve la secuencia de horas y días que llevan a esto? En todo caso, queriendo desesperadamente no estar en este mundo.
2 de la mañana, el purgatorio de la noche. No quiero casa ni calle. No quiero sueño ni aventura. Quisiera música serena y refugio. Quisiera levedad y luego sueño. Quisiera empanada y gaseosa. Chicas, chicas, chicas… Coca, H, Pepas… Chicas, chicas, chicas… Coca, H, Pepas… y así sucesivamente se me acerca el tipo. Qiubo amigo que busca. Le tengo chicas, de quince, dieciséis, diecisiete, de dieciocho. Mona, morena, negra lo que quiera.
Yo no quiero nada. Su canto, su arenga, su oferta horrible se oye más lejana. Tantas formas de ganarse la hijueputa vida. Tantas formas de pasar la noche. No más calle, quiero casa pero sentir placer primero. El vendedor de horror no está muy lejos todavía.
¿Tiene porrito? Claro. A dos mil el porrito. Barato. Deme dos. Listo mono. El tipo desaparece entre la oscuridad pero su canto se oye entre las cuadras pichas: Chicas, chicas, chicas… Coca, H, Pepas… Chicas, chicas, chicas… Coca, H, Pepas… Ojos cerrados: huele a marihuana. Los dedos me informan: está dura y muy crujiente, incluso cristalosa. Pero huele a marihuana. Yerba meada envuelta en papel de cocina marca Scott. Cachorritos labradores arropando traba.
Es preciso alejarse un poco. Es preciso buscar algo de oscuridad para que la gente no piense nada. Una esquina solitaria para permanecer anónimo. Una esquina oscura y un encendedor que al quinto intento prende. El porro seco prende, el Scott cocina carbura sorprendentemente bien. Los cachorros labradores incinerados sufren una muerte lenta y dolorosa. Un par de plones se convierten en una patica inútil que abandono en la ciudad. Botas de cuero pisan cachorros labradores con quemaduras de segundo grado y yo me voy.
Sin batería en el celular igual a coger taxi en la calle. Cierro los ojos: windows media player. Túnel de colores. Así no se siente la marihuana. Horas y horas y horas, ¿cuánto tiempo llevo en este taxi? Tres minutos. Imposible. Este porro está muy fuerte y esta ruta está muy rara. Ya debería coger la Séptima. ¿a dónde me lleva? ¿Por qué se pasa el semáforo en rojo? Todo tiene un airecito de maldad y solamente yo la veo, solamente yo la huelo. Ahora sí, la 85 hacia la séptima. Respira, respira, esta simplemente es otra ruta. Me gustaría ir más lento. No quiero estrellarme, no quiero matarme en un taxi así el taxista sea buena persona. Está todo muy oscuro y en esta ciudad la mitad de las luces no funcionan. Miedo a la oscuridad, miedo a la luz roja, miedo a los hombres borrachos, miedo a ser un tipo tirado en una esquina, miedo al tipo vendedor y su canto, miedo a ser una de quince, dieciseis o diecisiete, miedo a los matones, a las dos de la mañana con un taxista que puede o no ser buena gente, miedo a botarme de un carro en movimiento, miedo al dolor, miedo a sufrir y miedo a no saber sufrir.
Semáforo en rojo. Salir disparado y correr por la 15. Solo faltan veintisiete cuadras y unas escaleras. En esta noche en este mundo solo hay miedo. Esto no puede ser bareta. Qué le metí a mi cuerpo, qué circula en mi cerebro ahorita. Han pasado días y solo han pasado diez minutos. No puedo cerrar los ojos en ningún momento, debo desconfiar de cada parpadeo. Debo respirar. Debo respirar pero no me puedo quedar quieto. Debo, debo, debo... Faltan tres horas para que salga el sol y todo el mal se esconda. Solo tres horas, solo veinte cuadras, solo unas escaleras sin farolas para llegar a casa. En casa por lo menos me podré esconder. Eso que compré no fue bareta y el tipo que me la vendió es el diablo de la encrucijada. Le di cuatro mil pesos y ya no tengo alma. No más, no más, no más. Todo es una trampa. Quince cuadras y unas escaleras. Voy a vomitar pero no puedo parar. En esta ciudad llena de vampiros no puedo parar. El miedo es rápido. Escaleras. Las escaleras más oscuras que he subido. Si me encuentro con alguien yo soy el loco, si me encuentro con alguien en estas escaleras yo soy el que se llena de maldad.
Casa por fin pero el miedo no se va. ¿Se irá? ¿Puedo confiar en el portero? ¿Quién me mira detrás de la cámara del ascensor? ¿y del espejo? Echarle tranca a la puerta de la casa. Solo hay agua de la llave llena de cloro y de fluoruro. ¿Qué hay en las tuberías de una ciudad? ¿Qué más le estoy metiendo a mi cuerpo? Debo sacarlo todo. Baño, ponerse de rodillas y dedo en la garganta. Mi cuerpo es un trapo sucio que retuercen pero nada sale. Dedo en la garganta, exprimo mis entrañas pero nada sale. Me exprimo inútilmente como un limón viejo y seco que parece más una piedra que una fruta.
Por fin algo sale: trozos papas y hamburguesa y salsa de tomate. Un líquido amarillento: pola y aguardiente. Luego nada, solo saliva y bilis, la esencia misma de lo amargo. Hay algo en mis entrañas que se aferra como una araña. Un miedo que se aferra como las garrapatas que se le pegan a las vacas. El dedo ya casi a la altura del pulmón. Mi cuerpo se contrae, mis entrañas retorcidas, ya no hay miedo a sufrir porque estoy sufriendo por mi propia mano, ya no hay miedo a no saber sufrir porque sufro y sigo vivo.
Estoy pasmado y asustado pero bien. Ya el inodoro no alberga ningún miedo. Ya el horror se ha ido de la superficie y la maldad ha vuelto a esconderse adentro de las cosas.
Por fin algo sale: trozos papas y hamburguesa y salsa de tomate. Un líquido amarillento: pola y aguardiente. Luego nada, solo saliva y bilis, la esencia misma de lo amargo. Hay algo en mis entrañas que se aferra como una araña. Un miedo que se aferra como las garrapatas que se le pegan a las vacas. El dedo ya casi a la altura del pulmón. Mi cuerpo se contrae, mis entrañas retorcidas, ya no hay miedo a sufrir porque estoy sufriendo por mi propia mano, ya no hay miedo a no saber sufrir porque sufro y sigo vivo.
Estoy pasmado y asustado pero bien. Ya el inodoro no alberga ningún miedo. Ya el horror se ha ido de la superficie y la maldad ha vuelto a esconderse adentro de las cosas.
Publicado en Revista Mugre, 2022